- lunes, 08 de septiembre de 2025
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Contarán las crónicas que, corriendo el año del señor de 2018, azotada Pamplona por todos los males del nacionalismo vasco, el alcalde y obispo de esa euskocreencia de bandera inglesa pero con colores horteras, Asirón I de la mala rima, encontró un semicírculo de lienzo de los cimientos de un castillo en la plaza ídem y se puso estupendo.
Si para ser político hace falta tener un cinismo bastante elevado, para ser un político del nacionalismo vasco lo de ser un cínico en grado superlativo es indispensable. Un político nacionalista vasco tiene unos niveles de cinismo tan potentes que podría poner él solo otro Tesla en órbita.
Confieso que aún estoy boquiabierto tras ver cómo una jicha/jitxa del Peneuve viene desde Vizcaya a Pamplona a mearse en nuestras instituciones y la presidenta de Navarra, lejos de afearle el charco de orín que deja en casa ajena, se pone de parte de la meona a echarnos la bronca a los que flipamos.
Esto es más antiguo que el hilo negro, aunque alguno se desgañite gritándote como ese carterista al que trincas con su mano dentro de tu bolsillo, en el metro, y que para zafarse empieza a llamarte, como un energúmeno, racista, cuando le dices que qué coño hace con su puta mano en tu bolsillo.
A mi compañero columnista de por aquí, Laporte, me consta que le jode que cuelgue fotos desde las terrazas en las que escribo bajo el título de “mi oficina”. No le voy a hacer ni puñetero caso, por chinchar, y voy a contar lo que veo, cervecita fresca en mano, desde esta en la que me encuentro, en pleno baluarte del Redín, esperando a los bárbaros.
Salvo honrosas excepciones, y suicidas, un par o tres de bares que adoro donde aún pelean por traer grupos en directo, el mejor lugar para la cultura musical en Pamplona es la estación de autobuses: coges un bus y en cinco horas te plantas, por ejemplo, en Madrid para ver los conciertos que quieras.