- domingo, 27 de abril de 2025
- Actualizado 12:54
Mi querido compañero de vida, farras y letras, don Eduardo Laporte, el mejor columnista que tiene Navarra de largo, hizo un descubrimiento que al ekipo mediko de ofendiditos, como viejas beatas malas del nacionalismo vasco que son, les sacó de quicio: el cuatrivaskito.
Vuelvo de correr, con la lengua seca fuera (tipitapa, tipitapa. Ko-rri-ka), entro en el portal, abro el buzón y... booooooom. Mi pulsómetro registra un pico, el terror está aquí. Meto un grito y pego un salto hacia atrás, como si hubiera encontrado una multa de la zona azul o una carta exigiéndome el impuesto revolucionario.
Desde que estuve en Londres una temporada, que me dio por coleccionar toda la publicidad con la que forraban las cabinas rojas de teléfono, no tenía tanto jolgorio encima de mi mesa, tanto tríptico, sobre, papeleta, folletín o como se llame toda esa propaganda. Y a un nos queda las de mayo... la madre del cuto: la cuta.
En realidad es un consuelo. Para los que hemos elegido juntar letras en folios, hoy eléctricos, saber que puedes morirte con 91 años haciéndolo, con un Dry Martini en la mano, lo de ser un juntaletras, como quien hace pulseras hilando tranquilamente abalorios, es un alivio. Un futbolista es ex futbolista tres cuartas partes de su vida, por ejemplo.
No sé lo que durará esta despedida... nunca sé lo que dura nada en mi vida. Quizás me despida definitivamente hoy o dentro de 20 inviernos aún siga dando la matraca diciendo adiós con la manica. Soy como esa novia coñazo que aunque te dejó hace mucho, sigue apareciéndose en sueños para joderte los amaneceres. Lo asumo.
El domingo corrí la Behobia. Una aventura como esa hay pocas. Y tan cerca de Irroña. En esa carrera de veinte kilómetros aprendes más de la vida, de ti, de los retos, de los objetivos, de los límites y de lo que te rodea más que en cinco años de paseos por la Taconera dando de comer a los patos, donde algo también se aprende sobre el ser humano.
Desayunaba hace unos días como solo se desayuna en verano, de vacaciones, mirando al mar desde la terraza de un ático francés con la mesa llena de mermeladas y bollería de pâtisserie, con la brisa tibia barriéndome las legañas, cuando me volví a topar con su retrato leyendo el periódico, oscureciéndolo todo durante un par de segundos.
Estaba el otro día con un amigo tomando unas cervezas de terraceo urbanita en capital europea, pongamos Madrid, por decir algo, tras un concierto en el Botánico de los gabachos Phoenix, -en junio vimos a Elvis Costello y su garganta rajada. Este año vamos de festivales pequeños- y la conversación se nos fue de las manos, para variar.