Han pasado seis décadas desde que el olor a vino a granel impregnaba las paredes de aquella vieja bodega del Segundo Ensanche de Pamplona. Entonces no había barra, ni mesas, ni menú del día. Solo depósitos y camiones que descargaban litros y litros de tinto procedente de Falces. Y un joven ebanista, formado en los Salesianos, que soñaba con convertir aquel espacio en algo más. Hoy, ese mismo lugar sigue en pie, con la madera noble intacta, los bancos corridos llenos a la hora del almuerzo y una clientela fiel que no entiende la semana sin pasar por allí.
El bar está muy cerca de otros establecimientos que hemos conocido en este apartado de comercio local en la ciudad, como el bar Hawai que ha cerrado o el bar Besos Robados con sabor a Loquillo.
El menú es sencillo, la carta, tradicional. Huevos fritos con jamón y tomate, ajoarriero, manos de cerdo, bocadillos enormes, puerro a la vinagreta, callos y una tortilla que sabe a casa. Aquí se viene a comer bien y sin florituras, a charlar con el de siempre y a repetir lo de “mañana lo mismo”. Entre semana, hay menú del día por 16,50 euros. Los fines de semana, se tira de carta. Y el cierre solo se da los domingos y festivos. Las vacaciones, quince días en agosto y poco más.
Tras la barra, los de siempre. Hugo y Robert Lacunza, hermanos y herederos del negocio, lo han seguido al pie del cañón, sin planes de retirada. "Había quien decía que igual nos jubilábamos y esto cerraba. De eso nada. Yo soy joven, aún me quedan años por delante", lanza Hugo, con 58 años y la mirada puesta en el servicio de la noche. A su lado, Robert, de 63, asiente: “Nos mantiene la clientela de toda la vida, la gente de Pamplona. Es muy buena gente. Y eso da satisfacción cada día”.
Hablamos de La Servicial Vinícola, más conocida como La Servi. Un clásico que ha cumplido este martes 15 de abril nada menos que 60 años. Está en la calle Navarro Villoslada número 11, junto a la Plaza de la Cruz y a cinco minutos del Casco Viejo.
Lo fundó en 1965 Gregorio ‘Goyo’ Lacunza Santesteban, natural de Larráinzar, que este año cumple 93. Fue él quien imaginó un bar donde antes solo había cubas, y quien construyó con sus manos el alma del local: madera de roble en la barra, en las paredes, en las sillas, en las mesas, en todo. “Todo lo que se ve aquí de madera es mío. Poco a poco lo fui haciendo. No había horas, y ahora tampoco”, recuerda con una mezcla de nostalgia y orgullo.
Hoy Goyo ya no se asoma tanto a la barra, pero sigue paseando por el barrio con su mujer, Maribel Lacunza Lacambra, de Mutilva. Se conocieron en una carpintería de París y se casaron el 24 de septiembre de 1960. “Ya no puedo venir a potear, pero sí a dar una vuelta. Es una alegría ver esto funcionando”, cuenta con una sonrisa. Y todavía lanza frases en perfecto francés, como si el tiempo no hubiera pasado.
El bar sigue casi como entonces. La mayoría del mobiliario no se ha tocado. "Está bien hecho. Es difícil que se estropee", apunta Robert. En el comedor trabajan cuatro cocineras y hasta tres camareras, según la época. En los bancos se sientan desde los habituales del barrio hasta universitarios hambrientos, atraídos por los precios razonables y los platos que llenan. La barra, como siempre, exhibe pinchos de chistorra, tortilla, relleno o morcilla, los clásicos de toda la vida.
Los rumores sobre una posible tercera generación al frente del negocio no van más allá del comentario de barra. “No hay relevo. Es muy duro esto. Ni mi hermano se lo ha recomendado a sus hijos, ni yo a mi hija. Tampoco viene por aquí más que al otro lado de la barra", suelta Hugo entre risas. Aun así, los dos hermanos no aflojan. “Nos conformamos con ir mes a mes. No es como antes, pero aquí seguimos”, comentan mientras se preparan para otro servicio, como llevan haciendo desde hace seis décadas.